Asesinato Religioso


En la histórica península del Peloponeso, en Grecia, existía un mítico monasterio, el cual estaba ubicado exactamente a las afueras de lo que hoy se conoce como la pequeña población de Evangelismós. Era un antiguo monasterio construido en piedra rústica, con un salón de 80 camas, una entrada en forma de arco e imponentes monumentos religiosos, que generaban tanto respeto, como temor profundo.

El invierno de 1590 estaba a punto de empezar, Grecia se hallaba dominada por el Imperio Otomano, y  a este monasterio, cercano a las costas del Peloponeso, llegaban constantemente niñas huérfanas de los persistentes combates vividos en la ciudad de Esparta, distante 70 kilómetros del monasterio. Por el contrario, a los niños huérfanos los obligaban a quedarse en la bélica ciudad para vengar las muertes y entrenarse en el ejército, que buscaba la independencia griega del Imperio Otomano.

Esa mañana del 7 de Noviembre, las religiosas Sor Westeir y Sor Menisc partieron hacia Esparta. La misión era social y debían traer hacia el monasterio algunas niñas huérfanas, eran más de 15 chiquillas que por los constantes combates habían quedado sin padres.

Ambas estaban vestidas con sus hábitos, vestidos largos de color blanco de fondo y unas enaguas azules que llegaban hasta unos centímetros más abajo de sus rodillas; la ropa interior que usaban aquéllas religiosas era una especie de trusa, que completaba su acostumbrado hábito, ceñida al cuerpo y de tela muy suave. 

Sor Westeir era una mujer joven que había llegado hacía tres años al monasterio, graduada de un colegio católico de Esparta, ciudad de la que era oriunda. Era muy inteligente, pero guardaba un gran secreto a los ojos de sus compañeras religiosas y ello era que en su habitación tenía textos de Martín Lutero, traducidos a griego, los cuales leía a diario y le hacían pensar lo falsa y estricta que era la iglesia en aquel entonces.

El viaje de ambas religiosas empezó muy temprano, serían llevadas por el señor Wistler Opinuc en la carroza del monasterio y llegarían a Esparta después de 26 horas de viaje. El tránsito hacía esa ciudad no sería nada agradable para ellas, pues tenían gran rivalidad y eran muy diferentes, pues mientras Sor Westeir era poco estricta y pensaba liberadamente, poco teocentrista; su compañera de viaje, Sor Menisc, era una mujer amargada, con mucho resentimiento y odio, era una fanática religiosa; toda su vida la había pasado en el monasterio, pues la madre superiora, Sor Iriam Stiller, la recogió muy pequeña en las afueras de Esparta y la llevó al monasterio en Evangelismós. Todas sus creencias y enseñanzas se las había inculcado ella, consecuencia de esto era su comportamiento. 

Después de la despedida que les dio la madre superiora, las religiosas partieron hacia Esparta, les habían encomendado además comprar víveres y comida para sostener el monasterio, pues Esparta era el centro de comercio más importante de esa región.

La carroza comenzó su travesía camino a Esparta, Sor Westeir se hizo adelante, junto al tirador de la carroza, e inició un diálogo con él, le preguntó por sus viajes, el dinero que ganaba y por su familia. El señor le respondía amablemente y entablaron una amena conversación.

De pronto Sor Menisc le apretó el codo a su compañera y le dijo:
-Sor Westeir, acompáñeme atrás por favor
Y la llevó junto al toldo de la carroza, Sor Westeir preguntó:
-¿Qué ocurre?
-Ocurre que no es conveniente que hable con ese hombre, recuerde lo que puede haber en su pensamiento pecador mortal, lo dice muy bien La Biblia.
-No tengo porque obedecer a sus prejuicios infundados, no tiene nada de malo hablar con el señor Opinuc, él es una buena persona – le respondió Sor Westeir.
-Nosotras sólo debemos rendir culto y hablar con un único hombre, nuestro señor. –agregó Sor Menisc con alto tono en su voz.
-No más Sor Menisc, ya escuché demasiado, le repito no veo nada de malo en el señor Opinuc.
Sor Westeir volvió adelante, lo que generó una gran ira de Sor Menisc, quien se quedó en la parte de atrás todo el camino.

Era mediodía y el frío que hacía era impresionante, había una gran neblina sobre el camino por el que circulaba la carroza y el caballo transitaba muy lento. De repente apareció en el camino otra carroza; allí se encontraba, acompañado del tirador de ésta, un padre de la misma congregación de Sor Westeir y Sor Menisc; la carroza en la que se hallaba el padre se detuvo frente a la carroza de las religiosas, del toldo trasero de ésta apareció un joven de no más de 28 años, cabello castaño oscuro, alto y de apariencia varonil, la cual se perdía detrás del habito del seminario al que pertenecía.

El padre se bajó de su carroza y se acercó a la de las religiosas y se presentó:
-Buenas tardes hermanas, quizás, como yo, ya me habrán reconocido por mis vestimentas, somos de la misma congregación, ¿no es así? 
-Si padre, es cierto, pero ¿qué hace usted por estos lugares? –respondió Sor Westeir
-Veo que no tenían conocimiento de esta nueva noticia, pues después del traslado para Esparta del padre Elligan, yo fui elegido como clérigo de su monasterio. Mucho gusto hermanas, mi nombre es Samoel Turip.
-Padre Samoel Turip querrá decir usted, ¿no es así? – alegó Sor Menisc
-Me pueden llamar como lo deseen, al fin y al cabo somos hermanos de la misma congregación y ya que veo que tienen afán por continuar su camino quisiera saber si ustedes me pueden guiar en el camino hacía el monasterio.
-Si claro, yo le puedo decir – respondió Sor Westeir, aunque Sor Menisc la interrumpió
-De ninguna manera jovencita, usted podría desubicar al padre, poco o nada sabrá usted de geografía, mejor guarde silencio y deje que el señor Opinuc le explique al padre cómo llegar al monasterio.

Y así fue, el padre Turip escuchó atento las indicaciones del señor Opinuc, su carroza seguiría el camino. El padre se despidió amablemente de las religiosas, pero Sor Westeir no apartó su mirada del padre Turip, quien, desde su pensamiento recóndito y prohibido, admiraba la belleza de esa joven hermana.

La carroza de las religiosas continuó su camino, el frío era cada vez más intenso y el viaje cada vez más desgastante. Hacia las ocho de la noche de ese día hicieron una parada en la población costera de Kalámata, allí, en una posada que se encontraba sobre el camino, pasaron la noche las religiosas y el tirador de la carroza, el Señor Opinuc.

Al otro día, sin haber amanecido aún, a eso de las 4:50 a.m., reiniciaron su marcha hacia Esparta, el caballo, más descansado, cabalgó rápida y velozmente guiado por su amo, el ritmo de viaje era bueno y muy pronto llegaron a Artemisia. Pasaron por un costado de un pequeño grupo de casas, que hoy se conoce como Trípi y finalmente a las 11:30 a.m. llegaron a la entrada de Esparta.

En esa ciudad, conocida por su característica más representativa: la guerra, la tranquilidad que era constante durante el viaje había terminado. La Esparta bajo el dominio Otomano estaba llena de misterios, de constantes combates y calles fantasmas, por las cuales sólo circulaban opresores del Imperio. La carroza hizo su arribo al lugar de destino, las religiosas intercambiaron algunos objetos del monasterio por comida y en ese mismo lugar se embarcaron las 15 niñas huérfanas, quienes llorando subieron a la carroza rumbo al monasterio.

Mientras tanto, en el monasterio de Evangelismós, el padre Turip llegaba de tan largo recorrido. La madre superiora, Sor Stiller, lo recibió afectuosa y hospitalariamente, le brindó un gran banquete, le presentó su cuarto de vivienda y la capilla, le indicó sus labores y las reglas del monasterio:
-Somos demasiado estrictas con estas jovencitas, cualquier acto de indisciplina merece un ejemplar castigo, eso lo debe tener muy claro, aunque no creo que haya problema, cualquier situación con una de estas muchachitas, me dice y yo sé cómo arreglar con ellas, el rejo y el látigo las esperan ansiosamente.
-Disculpe, Sor Stiller, ¿no cree que esos castigos pueden generar traumas en las niñas?, no creo que sea un buen método de enseñanza.
Sor Stiller miró al padre con lo ojos totalmente abiertos, desorbitados y sorprendida le dijo:
-Espero que lo que me haya dicho sea una broma, aunque detesto esa clase de actitudes. Deberá saber que no me gustan las personas que van en contra de las reglas. Padre recuerde cómo se le llaman a esas personas – Sor Stiller bajó un poco la voz – ¡herejes!
El padre Turip atemorizado por lo que le había tocado vivir en Esparta, recordó lo que le hacían a estos sujetos llamados herejes y le respondió a la madre superiora:
-Discúlpeme Sor Stiller, entiendo que debo hacer cumplir las reglas del monasterio y si usted lo dice, así debe ser. Le pido un permiso y disculpe si la incomode. Iré a oficiar mi primera eucaristía.

Dos días después, las religiosas provenientes de Esparta regresaron al monasterio, consigo traían las quince niñas huérfanas y bultos de víveres y alimentos para el sustento del monasterio; Sor Westeir y Sor Menisc se presentaron ante la madre superiora, quien las envió a descansar tras el extenuante recorrido.

El conserje Rugel Foilers, un fornido huérfano de expresión ruda que había venido de Artemisia, fue llamado para que ayudara a cargar los bultos hacia la gigantesca cocina del monasterio.

Al final de la labor cumplida, las hermanas le brindaron a Foilers un poco de Vino y Pan que consumió en una de las mesas de la cocina, allí se hallaba consumiendo el mismo alimento el padre Turip y ambos se empezaron a conocer.

Foilers era un hombre de 36 años, alto, corpulento y de contextura gruesa. Su educación había estado a cargo de la madre superiora, por lo que era un fanático religioso, obediente al pie de la letra de las indicaciones de La Biblia y fiel escudero de Sor Menisc.

-Entonces usted es espartano, o ¿me equivoco? – dijo el conserje Foilers.
-En parte hermano, he vivido la mayor parte del tiempo en Esparta, pero mi lugar de nacimiento es Sellasía, una población al norte de Esparta.
-Ah, entonces también es de provincia como yo. Y ¿hace cuánto está dedicado a los oficios de nuestro Dios?
-Hace muy poco, llevo dos años en el oficio
-Pero supongo que debe ser fiel, en ese poco tiempo, a los designios de La Biblia y las leyes de Dios
Sin saber que se estaba enfrentando a un hombre que estaba dispuesto a dar la vida por la religión y por la creencia en Dios le respondió:
-Realmente, y que esto quede entre nosotros, cuestiono muchas normas y mandatos de nuestra iglesia, a veces es un poco estricta, cuadriculada y lineal, eso me desencanta un poco.
Foilers se levantó inmediatamente de la mesa, la golpeó fuertemente y le dijo al padre Turip en voz alta y enérgica:
-¡Los herejes como usted no pueden estar en nuestra santa iglesia, maldito seas hijo del demonio!
-Tranquilícese señor, por favor, calma
-¡Hereje, maldito hereje!
Las religiosas que estaban cerca trataron de controlar a Foilers y lo llevaron a su habitación. Éste seguía gritando por los pasillos arengas en contra del padre Turip.

Una de las religiosas se acercó al padre quien se encontraba muy nervioso después de lo ocurrido y le preguntó:
-¿Padre, qué fue lo que pasó con el conserje?  
-Nada hermana mía, nada. No sé por qué ese hombre reaccionó así.
-Si padre, lo entiendo, él es muy raro y agresivo, ¿quiere otra copa de vino?
-No gracias, así estoy bien, le pido un permiso.

Esa noche las quince niñas se instalaron en sus habitaciones. Entre las huérfanas, que recién habían llegado de Esparta, estaban Astel Opinohl, Dirmen Kaziga, Murlia Juvidez y Gisler Dumond. Ésta última era hija de un general espartano que había muerto en un combate defendiendo su nación de los ataques del Imperio Otomano y era fiel defensor de los postulados de Martín Lutero.

La pequeña Gisler era una rubia de pelo lacio que tan sólo tenía doce años. Era de tez blanca y tenía unos hermosos ojos color miel que iluminaban su rostro, aunque por dentro llevara esa tragedia de haber visto de cerca la muerte de su padre.

Al otro día, las jovencitas recibieron la visita de Sor Menisc en sus habitaciones; la religiosa les pidió organizar debidamente las camas, portar debidamente su uniforme y presentarse antes de las 7:00 a.m. en el salón del comedor.

En ese momento las niñas bajaron a desayunar, toda la mañana cumplieron con sus labores escolares en los salones, orientadas por las religiosas. La mañana pasó rápido y las jovencitas debían presentarse nuevamente en el salón del comedor para la hora del almuerzo.

Cuando las jovencitas almorzaban, las monjas, de pie, vigilaban atentas el comportamiento de éstas; el almuerzo transcurría en calma en ese lujoso comedor de 20 piezas, adornado a los lados con suntuoso vitrales religiosos y engalanado con vajilla de plata. Pero un suceso cortó la calma que se presentaba en ese recinto: la jovencita Gisler Dumond, al querer alcanzar una pieza de carne de ternera que estaba sobre la mesa; con su antebrazo dejó derramar el vino tinto, que de inmediato se esparció por el lujoso mantel que cubría la mesa.

Sor Ertwel, una de las religiosas que se encontraba vigilando durante el almuerzo le dijo:
-Muchachita torpe, has visto lo que has hecho, te implantarán un merecido castigo.
-¿Por qué señorita, acaso regar un poco de vino es motivo para un castigo?, es injusto – dijo la niña.
En ese momento entró al salón Sor Menisc, quien había escuchado, desde el pasillo, lo sucedido y le dijo a la pequeña:
-Jovencita, usted no es quién para decir que es justo y qué es injusto. Acompáñeme, la llevaré donde la madre superiora.
Sor Menisc apretó fuertemente a Gisler de su brazo, la niña empezó a gritar:
-¡Suélteme, por favor!, ayúdenme, esto es injusto, ¡las religiosas son malvadas e injustas!

Desde los pasillos cercanos al comedor y desde la cocina, se escuchaba lo que ocurría, de inmediato el padre Turip y la madre superiora, quienes estaban reunidos, y Sor Westeir que estaba en la cocina, fueron a ver lo que ocurría.

-Es evidente muchachita, deberás someterte al látigo, y no sé qué otros más castigos por lo que has dicho, esos son principios de herejía. –gritó fuertemente Sor Menisc a la niña

Guiada por los gritos, Sor Westeir acudió al comedor y le dijo a Sor Menisc:
-¿Cómo se le ocurre que va a someter a látigo a esta pobre niña inocente?
-No se me ocurre a mí, se le ocurre a las reglas de este monasterio, al que le recuerdo, usted también pertenece y debe respetar.
-En ninguna regla dice que se deba castigar con el látigo a una pequeña por derramar el vino, o ¿dígame dónde está esa regla? –respondió Sor Westeir alzando la voz.

En ese instante llegó la madre superiora con el padre Turip, la religiosa mayor controló la situación con un enérgico grito:
-¡Silencio todos!, nadie habla y sólo me van a escuchar, ¿qué es lo que sucede?

Sor Menisc le narró a la madre superiora lo sucedido, exageró en algunos aspectos y le sugirió condenar al látigo toda la tarde a la jovencita. La madre superiora finalmente tomó la decisión:
-Hermanas, llévense a esta muchachita de acá. Esos brotes de herejía no los voy a permitir en mi monasterio, además la torpeza también debe ser castigada.
-Pero Sor Stiller –suplicó Sor Westeir–este castigo es demasiado fuerte para una niña como ésta que ha sufrido demasiado y que realmente no ha hecho nada malo.
-Conserve su posición Sor Westeir, usted es sólo una simple monja, yo soy la madre superiora y aquí se hace lo que yo diga, ¡qué se lleven al látigo a la muchachita!

Sor Menisc, acompañada de otra hermana, sujetó oficiosamente y fuertemente el brazo de Gisler e inició el recorrido para llevarla al látigo, pero antes de salir del comedor, el padre Turip se les atravesó y les dijo:
-Con el permiso suyo, Sor Stiller, pero a esta niña no la llevan a ninguna parte. Por derramar su vino no le pueden implantar un castigo como este, yo también tengo autoridad acá y la voy a hacer valer, esta niña se queda acá.
-Muy bien padre Turip, veo que usted se está dejando influenciar por las correrías demoníacas de la región y por las herejías, pero esto que acaba de hacer le va a costar mucho. ¡Dejen libre a esa muchachita! 

La ira de Sor Menisc y la madre superiora era evidente, las dos se encerraron en la oficina de Sor Stiller. Gisler Dumond se sintió tranquila de haberse salvado del látigo, la hermana Sor Westeir la llevó a uno de los lavaderos lavar su uniforme de la mancha de vino. Sor Westeir le d a la pequeña:
-Tranquila preciosa, lo peor ya pasó, procura no meterte en más problemas, aunque tenemos a un hombre maravilloso que hoy te ha defendido –suspiró Sor Westeir
-Si hermana Westeir, ese padre Turip me salvó del látigo, les debo tanto a ustedes dos, gracias, muchas gracias. Ah y perdón por lo que dije de las religiosas, ¡no todas son malvadas e injustas!, con usted lo puedo comprobar.
-Gracias Gisler, eres una niña muy especial, ahora ve a tu cuarto y evita los problemas, por el amor de Dios.

Apenas salió de allí Gisler Dumond, el padre Turip se acercó y le dijo a Sor Westeir:
-¡Qué admirable su posición al enfrentarse a la madre superiora!, usted es una buena defensora de la humanidad, usted es una mujer maravillosa.
-No exagere padre, usted fue el que impidió que llevaran a Gisler al látigo, de verdad que fue muy valiente. Padre Turip, usted es un hombre maravilloso.

Después de estas palabras hubo un gran silencio, ambos se miraron fijamente por un buen tiempo y sostuvieron las miradas. Un amor prohibido florecía en ese recóndito lugar del monasterio, sentimiento celestial del que nadie podía enterarse.

Mientras tanto, Sor Menisc dialogaba con la madre superiora:
-Discúlpeme Madre Stiller, lo ocurrido hoy fue muy grave, ese padre pasó por encima de su autoridad. Esa muchachita debería estar recibiendo azotes en estos momentos.
-Y me lo dice a mí, Sor Menisc, por Dios, ese padre cortó mi autoridad. Pero algo tenemos que hacer. Vaya y vigile a esa muchachita, no me gusta la confabulación que puede haber entre ese padre y Sor Westeir por ella. Hágame ese favor, vaya al cuarto de Gisler Dumond, esa muchachita del demonio me va a causar una enfermedad.

Sor Menisc se dirigió a los salones donde se encontraban las habitaciones de las niñas, eran casi las siete de la noche y las antorchas empezaban a encenderse por todos los pasillos. Sor Menisc llegó al cuarto de Gisler y sigilosamente abrió la puerta, la niña se encontraba leyendo unos textos, la religiosa vio los documentos y al ver que se trataban de textos prohibidos del luteranismo enfrentó a la niña:
-Muchachita del demonio ¡¿qué significa esto?!, hereje, hereje, eres una maldita hereje.
-No hermana, estas son cartas de mi padre, por favor no me haga daño.
-Eres una hija del demonio y te pudrirás en el infierno, ahora sí, de ésta no te escapas.

La religiosa tomó los textos que leía la niña y junto a ella se dirigió al comedor, y reunió a toda la comunidad de urgencia. En ese momento dijo en voz alta:
-A quienes defendieron a esta bastarda hija del demonio, aquí están las pruebas: Gisler Dumond estaba leyendo los textos prohibidos de ese hereje, hijo del demonio, Martín Lutero, ¿tienen dudas?, ¡ella es una hereje!

Todos quedaron atónitos con lo ocurrido y la madre superiora se dirigió al padre Turip y a Sor Westeir:
-Ahí está su protegida, una hija del demonio. Creo que no la podrán defender más, si lo hacen ¡también serán considerados herejes!
Ambos guardaron silencio e impotentes vieron como el conserje Foilers se llevaba amarrada a Gisler hacia el cuarto oscuro para torturarla.
La niña llegó a ese mítico y horrible lugar, allí el conserje se encargó de torturarla con un grueso látigo. La medianoche llegó y el castigo por ese momento terminó, pero la madre superiora ordenó que se dejara la niña en ese lugar durante toda la madrugada.

El frío no se hizo esperar y la niña empezó a estornudar constantemente por las penurias que debía soportar allí. El cuarto oscuro era un lugar que se encontraba junto a las mazmorras al extremo izquierdo de la planta baja, al lugar no entraba el menor vestigio de luz, de allí su nombre; era un lugar húmedo, de ladrillo a la vista, con cadenas y látigos en el piso y del que se expelía un olor fétido. Gisler, adolorida y con sangre en su espalda, pasó las primeras horas de esa noche de invierno tiritando del frío, descalza y atemorizada por lo tenebroso del lugar.

Mientras tanto, antes de acudir a su habitación, Sor Westeir buscó al padre Turip para hablar con él de la situación que estaba viviendo la niña y el peligro que ésta corría. Al encontrarlo por uno de los pasillos le dijo:
-Padre Turip, afortunadamente lo encuentro, tenemos que hacer algo por Gisler, la niña corre peligro, lo que ocurrió fue muy grave. Se habrá dado cuenta lo estrictas que son Sor Menisc y la madre superiora.
-Cálmate Sor Westeir, yo entiendo muy bien la situación, pero lo que mostró Sor Menisc no dejó impotentes ante todos, tú sabe como condenan ese tipo de textos. Gisler está encerrada y no podemos acceder a ese cuarto oscuro.
-Tenemos que buscar la forma, este monasterio es muy rígido y lo que le puede pasar a Gisler es muy grave. Padre ¡por favor ayúdeme!, yo sé el gran hombre que es usted.
-Muy bien, tenemos que ingeniarnos la forma de entrar a ese cuarto antes de que amanezca, antes de la medianoche tenemos que rescatar a Gisler. Sucesos como estos me decepcionan, créame que estoy pensando seriamente en retirarme de estos oficios.
-Gracias padre, sabía que podía contar con usted – dijo Sor Westeir, quien hizo una pausa y continuó – Yo ya lo tengo decidido, en el próximo viaje que hagamos a Esparta me quedaré allí y empezaré una nueva vida.
-Pues permítame acompañarla, porque la única razón para quedarme aquí es usted. Sor Westeir, usted es una mujer maravillosa y profeso por usted un sentimiento tan grande que no puedo evitar, así sea considerado pecado.
-No diga eso padre, el amor no puede ser pecado y eso es lo que yo siento por usted, un amor inmenso.
Ambos se miraron a los ojos fijamente y tras unos segundos se besaron, manifestando ese amor prohibido que sentían. La imagen no podía se más escandalosa, en aquel momento, como en cualquier sociedad fanática religiosa que no entienda lo que es el amor: ¡era un sacerdote y una religiosa besándose en un pasillo de un monasterio!
Tanto Sor Westeir como el padre Turip prometieron abandonar los hábitos a los que estaban sujetos, pero primero debían cumplir una labor sumamente importante y era rescatar a Gisler.

Llegó la medianoche, en ese momento hacia un frío penetrante por esos tranquilos, pero tenebrosos pasillos del monasterio. Sor Westeir llevaba en su mano izquierda una antorcha que alumbraba el camino al cuarto oscuro. Cuando llegaron a la puerta de éste, el padre Turip, con la corpulencia que lo caracterizaba, utilizó una fuerza desmedida para abrir la puerta, procuró no hacer mucho ruido, la forzó y finalmente ésta abrió. Los dos entraron y vieron a la niña llena de sangre, lastimada, adolorida y temblando del frío. Gisler estaba muy débil y apenas podía hablar; el padre la llevó cargada hasta la salida de ese horrible cuarto y desde los pasillos la condujeron a la cocina.

Sor Westeir le brindó un poco de leche caliente, la niña empezaba a controlar su frío y les daba las gracias a quienes la habían salvado. Sin embargo, el peligro estaba cerca. En un recorrido del conserje por los pasillos, observó la puerta del cuarto oscuro abierta, entró corriendo y vio que Gisler no estaba, de inmediato se dirigió hasta la habitación de Sor Menisc y gritando le dijo:
-Hermana, hermana, ¡la muchachita no está en el cuarto oscuro!

Sor Menisc, que estaba dormida, al escuchar la noticia saltó de su cama.
-¿Cómo es eso Rugel?, usted sabe que nadie se puede escapar de ese cuarto. Maldita sea, eso debieron ser los herejes desdichados del padre Turip y Sor Westeir. Voy a dar aviso a la madre superiora, mientras tanto usted vaya buscándolos.

Rugel Foilers salió del cuarto de Sor Menisc gritando y maldiciendo:
-Malditos herejes, los voy a encontrar, no harán más fechorías. ¿Dónde se esconden hijos del demonio?
El padre Turip, Sor Westeir y Gisler, al escuchar las exclamaciones de ese hombre, salieron corriendo de la cocina, el nerviosismo fue tal que al salir del lugar quebraron algunos platos que se hallaban allí y eso alertó al conserje.
La huída empezó, el corazón de los tres latía fuertemente, corrían por esos pasillos interminables cuidando que la pequeña llama de su antorcha no se fuera a apagar.

Sor Menisc acudió donde la madre superiora y le dijo:
-Sor Stiller, el padre Turip y Sor Westeir liberaron a esa niña del demonio del cuarto oscuro.
-Pero ¿cómo es posible?, levante a todas las religiosas, tenemos que encontrarlos.

Las religiosas, junto al conserje, iniciaron la búsqueda por todo el monasterio. El padre, la niña y Sor Westeir no encontraban salida y sentían las voces de sus buscadores cada vez más cerca. De repente, al voltear un pasillo, se encontraron de frente al conserje Foilers, el temor de los tres no se hizo esperar, la expresión de su cara los delataba y cuando intentaron huir, llegaron a sus espaldas las otras religiosas junto a Sor Menisc y la madre superiora. El conserje les dijo:
-Madre superiora ¡aquí están estos hijos del demonio!, usted me dirá qué hago con ellos.
Sor Stiller se acercó y les dijo:
–Malditos traidores, no merecen ser hijos de Dios, lo que han hecho saben que atenta contra nuestras reglas. Foilers, llévese a Turip y a Westeir al cuarto oscuro, parece que tienen muchas ganas de estar allí. Los amarra a ambos y después viene, a su regreso se encargará de acabar con la vida de esta jovencita, hija del demonio, estoy segura de que nadie se preocupará por su vida.
-Si señora, así lo haré.

Rugel Foilers llevó al padre Turip y a Sor Westeir al cuarto oscuro. Los amarró, los dejó encerrados y prendió fuego en un rincón del lugar. Luego acudió donde la madre superiora para enjuiciar a la niña.

El conserje preparó todo para la muerte de la niña, llevó todos los instrumentos, y acompañado de Sor Menisc y la madre superiora, llegó a un lugar alejado unos cuantos metros del monasterio, el lugar era lúgubre, cubierto por varios árboles a sus lados, era como en una especie de sótano al aire libre.

Rugel Foilers empezó a formar la estructura de la horca con la que mataría a Gisler Dumond. La niña lloraba y pedía por su vida a las religiosas:
-Por favor, ¡no me hagan esto, perdónenme la vida!
-Eres una maldita hija del demonio y debes ser sacrificada. Tenemos que extinguir a los herejes de la faz de la tierra – le dijo Sor Menisc.

Cuando todo estaba listo, Rugel tomó la niña de la cintura, la alzó y la puso a la altura de la cumbre de esa estructura. Sujetó el lazó y lo enredó en su cuello, la niña gritaba, lloraba y suplicaba por su vida; movía sus pies, pero el acto era inútil ante la fuerza del conserje.

Una vez la niña tenía enrollado el lazo en su cuello, el conserje la soltó, dejó que la gravedad hiciera su trabajo, la niña se vino abajo, pero la detuvo el fuerte lazo en su cuello. Su muerte fue dolorosa e inmediata.

Su expresión, al expirar, no pudo ser más impresionante que hasta logró remover la conciencia turbia de los presentes, éstos se bendijeron y salieron del lugar de inmediato.

-Otro ser sacrificado a nuestro señor para la eliminación de los herejes –dijo Sor Stiller, la madre superiora, al salir del lugar.

El conserje desenredó el lazo del cuello de la fallecida niña y llevó cargado el cadáver de ésta. Al regresar al monasterio, y por orden de la madre superiora, llevó el cuerpo sin vida de Gisler al cuarto oscuro, para que el padre Turip y Sor Westeir constataran el acto y temieran por sus vidas.

Hacia las 2 de la mañana, Rugel Foilers tiró el cadáver de la niña a donde estaban Turip y Sor Westeir. Ambos, impresionados por lo visto, cayeron en un profundo llanto.
-¿Por qué tiene que haber gente tan mala?, ¿cómo hacen esta atrocidad con esta inocente niña? – decía entre lágrimas Sor Westeir.
-Tenemos que salir de acá cuanto antes, Sor Westeir; nuestras vidas corren peligro. Esta salvajada la pueden cometer con cualquiera, incluso con nosotros
-¿Pero qué hacemos?, estamos atados y encerrados.
-Tranquila, estar atados no es ningún problema. Aunque pueda ser doloroso me voy a desatar acercándome al fuego, este hará su trabajo con el lazo que nos mantiene aprisionados, después, con mis manos libres, te liberaré a ti.
-Gracias padre, ¡qué bueno es encontrar gente como usted en un mundo tan feo!
-Sor Westeir, el mundo no es feo, mira que este amor nuestro es algo bello de éste, sólo algunas personas lo hacen ver feo.

El padre Turip desató sus manos acercándose al fuego, la labor demoró poco más de diez minutos, al quedar libre, desató a Sor Westeir y buscaron la forma de salir del cuarto oscuro.

Eran las cuatro de la mañana, aún todos estaban dormidos. Los dos lograron abrir la puerta del cuarto oscuro, sin antorcha y sólo cogidos de la mano, como sentimiento de amor, pero también como guía para no perderse, lograron salir del monasterio. A la entrada dejaron algo escrito y salieron cabalgando en la carroza del monasterio que se hallaba al lado de la puerta de entrada.

-Aquí comenzamos una nueva vida, juntos y amándonos tú y yo –dijo el padre Turip
-Sí Samoel, no sabes lo feliz que esto me hace, por fin una nueva vida, libres y profesando nuestro amor
-A propósito señorita, ¿cuál es su nombre?, ya que me dijo Samoel, debo saber el suyo
Sor Westeir sonrió y le dijo:-Me llamó Alise Westeir
El padre Samoel Turip la miró impresionado y le dijo:
-Aunque parezca paradójico, esto tiene que ser un designio de Dios, que estaba buscando la forma de unirnos. Así se llamaba mi madre y tú serás la mujer que necesitaba para calmar y superar esa pérdida en mi vida.

Los dos se besaron y continuaron cabalgando la carroza sin rumbo fijo, pero con toda una vida por delante.

Al amanecer, en el monasterio, Rugel Foilers encontró la nota escrita en la puerta principal, la leyó, quedó impresionado y acudió a leérsela a toda la comunidad:

“Es una decisión difícil, triste y trascendental, pero nuestras vidas no se podían quedar acá bajo este régimen, que más que una religión, parece un infierno. Partimos de acá para vivir nuestro amor, ser libres, profesar nuestros conocimientos y librarnos de las ataduras de la religión. No más dominio de Dios, el mundo tiene que entender que el humano es mucho más importante y éste es quien realmente vale la pena. Algún día llegará el momento en el que renazca el amor por el humano, más que por Dios y ese día está cerca” Samoel Turip y Alise Westeir”.