Reportajes


Butaca y andén

En medio de la lluvia la ciudad recibió una edición más de su Festival de Teatro, que para los entendidos es una de las citas de las artes escénicas más importantes y ejemplo en Latinoamérica desde su fundación en 1968. Y aunque esta fiesta, que durante una semana le da un aire cosmopolita a Manizales, recibió el mérito de Patrimonio cultural de la Nación en 2004, su maduración se dio, quizá, 20 años antes de que esto ocurriera.

Esto, cuando la ‘Meca del Teatro’, calificativo que le dieron a la ciudad algunos dramaturgos que asistían al Festival en sus inicios, empezó a derrumbar las puertas de las salas para llevar el que era un arte desconocido, a cada esquina de la Urbe.

Desde ese momento, y en ascenso hasta la edición de este año, la calle se ha vuelto el escenario de importantes compañías que aunque ven un reto hacer su trabajo en medio de transeúntes indiferentes, vendedores insistentes y autoridades a veces incomprensivas; han encontrado en esos lugares no convencionales una nueva forma de explotar a los actores, los contenidos de las obras y sobre todo convertir al público en un agente activo.

Sin embargo, existe el mito para los fundamentalistas del teatro de sala, de que la expresión callejera implica una popularización no conveniente en la dramaturgia y que quienes recurren a este tipo de espacios, no cuentan con la misma calidad de las obras a puerta cerrada.

Martha Prieto parece ser una de esas puritanas, a quien la expresión callejera le parece “barata y sin demostración de ardúo trabajo. Es la madre de la improvisación”, cuenta la señora en medio de su evidente irritación por el tráfico que, a las doce del día, hay en la Plaza de Bolívar por cuenta de la detención que han generado los chilenos de Teatro Gestual, con su ya conocido Su-seso Taladro. La mujer dice que prefiere pagar el abono o lo que cueste la obra que desea ver y disfrutarla en la comodidad de una sala,“segura de que será buena”.

En eso contrastan muchos emocionados peatones, que en El Cable o la Plaza de Bolívar han detenido su paso para responder a su curiosidad de lo que ocurre con una muchedumbre amontonada y cautivarse con la obra de turno en el escenario que pregona el Festival. “Me emociona perseguir lo que ocurre con las obras de calle, es la oportunidad de ver algo sin tener que pagar, porque no hay con qué”, relata Ana Lucía Henao, una atenta espectadora.

Adentro y afuera
A pesar de la polémica que para unos y otros generan las dos atmósferas teatrales, los miembros de algunas compañías invitadas a esta edición del Festival coinciden en que tanto la calle como la sala deben estar presentes para hacer teatro y que el uno no puede ir en detrimento del otro.

“La diferencia debe pensarse sólo en el lugar en el que se realiza. Nada más”, considera Rolando San Martín, un español que hace parte del colectivo de sala Kulunka Teatro. Esto, aunque los montajes, la preparación actoral, el contacto con el público y las ganancias, juegan otras lógicas en ambos.

El teatro de sala tiene un montaje más elaborado, permite la apropiación de tecnologías que brinda el lugar donde se realiza, además de mayor disponibidad de tiempo. En cuanto al de calle, los montajes deben ser rápidos, dinámicos y emplean materiales simples, todo para hacerlo aún más práctico.  

El dinero y el público son, sin duda, los factores más determinantes que diferencian estos espacios. La taquilla en el de sala da garantía de recolección de dinero; mientras que en el de calle el “aporte voluntario” genera los descalabros económicos de las compañías.

Más cercano
Las bellas artes se han considerado eternamente como un espacio designado a las noblezas o en nuestro tiempos, las élites. De allí que para denominar las expresiones artísticas de otros orígenes sociales, se les ha acuñado el ‘apellido’ de popular.

El Teatro ha vivido lo propio. Sin embargo, los que pretenden darle un menor estatus a la expresión callejera han olvidado que sus orígenes están en los espacios abiertos de la Antigua Grecia. “Ése era el escenario de la tragedia pre clásica”, afirma Juan Carlos Moyano, director de la obra colombiana La Vorágine, quien además recuerda que el teatro en la calle “le dio vida al Festival”. 

La democratización del arte dramático es el objetivo en esta edición con la equidad de los dos espacios y quienes hacen Teatro fuera de las salas son conscientes de ello. “Tenemos un enorme compromiso con el público, emocionarlo es importante, pero es más interesante que sienta la cercanía de nuestros personajes”, dice Miguel Angel Pazos, director del colectivo Kayros, de Cartagena.

El arte dramático extiende sus fronteras, aún en los espacios para mostrar las obras que el público sin discriminación alguna, espera ver en cada edición de la fiesta multicultural de Manizales.

En la mitad de la guerra

En medio de las montañas de Medellín, en esa hoja doblada que es como describen muchos su topografía, se ha vivido uno de los mayores conflictos de la violencia colombiana. La capital de Antioquia ha vivido inmersa continuamente en una guerra interna entre sus coterráneos, marcada por intereses que no les incumben a ellos, pero que terminan adoptando por simple necesidad.

En los años 1980 con Pablo Escobar, los medellinenses se entregaron a su red de sicarios a cambio de vivienda y en las últimas décadas los rezagos que dejó el narcotraficante mantuvieron la escalada de asesinatos en la que por una época se consideró la ciudad más violenta del mundo.

Hoy Medellín aún mantiene esa guerra entre comunas y las desmanteladas bandas de La Terraza y los miembros de la Oficina de Envigado conservan su campo de acción en algunos sectores de la Ciudad. Sin embargo, el panorama ha conseguido algún cambio de ese caos de hace 25 años.

Durante la Feria del Libro que acabó de pasar en Manizales hubo espacio para discutir ese papel que la cultura desempeñó en la resolución de conflictos de la capital de Antioquia. Luis Miguel Usuga, secretario de cultura ciudadana de Medellín, expuso el llamado modelo cultural de esa urbe o, como él prefiere llamarlo, proceso cultural de la Ciudad, pues todavía está en curso y aunque es una base que han adoptado otras ciudades del mundo en conflicto, prefiere evitar el rótulo de modelo.

La mezcla de dos elementos que los gobiernos consideraban poco trascendentes, fueron la clave para el renacimiento social de una buena parte de Medellín: educación y cultura. “Cuando el representante de la cultura no había tenido cercanía alguna con el alcalde, durante la alcaldía de Fajardo esa barrera se rompió y por primera vez la cultura alcanzó un 5% del presupuesto general” recuerda Usuga, quien ahora hace parte del gabinete de Alonso Salazar, copartidario del ex alcalde.

Sin embargo, ese proceso inició sin necesidad de una intervención estatal o más bien con el rechazo de entidades como la Consejería Presidencial para Medellín, que en 1993 no aprobó un proyecto denominado Barrio Comparsa, que venía realizando su trabajo desde 1990.

Barrio Comparsa es hoy después de casi 20 años de su inicio, la expresión más importante de convivencia entre comunidades de Medellín, que por motivos ajenos a ellas han estado en medio de una violencia que en ocasiones ni entienden. “La ventaja de la labor del artista es que así realice sus expresiones en comunidades ‘enemigas’, va ser respetado por lo que simboliza” cuenta el urbanista Alejandro Echeverri, invitado al conversatorio, en medio de elogios por la labor de Fajardo.

“No queremos una ciudad enrejada, sino más relajada” pregonaban los miembros de este movimiento cultural fundado por Fernando García o ‘El Gordo’, como lo conocen sus más cercanos colaboradores en Medellín. La consigna iba más allá de simples palabras, pues eran épocas en las que Pablo Escobar imponía el toque de queda en la Ciudad a las 9 de la noche. A pesar de esto, los paisas respondían a las primeras exitosas iniciativas de cultura.
“En ese entonces el Teatro Matacandelas programó funciones a las 12 de la noche y la presencia era masiva” dice Usuga, remembrando esas épocas en las que realizaba su trabajo cultural en varios ONG.

Y hoy, faltando un años para que termine su labor como secretario de cultura de la Ciudad, Luis Miguel Usuga encamina su trabajo a dos ejes principales con las comunidades más vulnerables por la violencia de Medellín. El primero es el acceso a las expresiones culturales que se realizan por toda la Capital, “hay que desmitificar que sólo los más adinerados pueden vivir ese tipo de representaciones”.

Su segundo papel, es mantener la convivencia a través redes de artes, como la música. “El ex presidente Uribe decía que quien empuña un instrumento, jamás empuñará un arma…yo no diría que es tan absoluto, pero nosotros con estadísticas lo hemos demostrado” asegura el canoso Usuga en la Universidad de Caldas.

En cuanto a Manizales, está seguro que es referente cultural y que eventos como el Festival tienen eco en todo el país. “Aquí están más tranquilos, no tienen ese peso de la violencia y cuentan con un gran apoyo de la academia”.

Aunque hay que tener en cuenta lo que Octavio Arbeláez manifestó en el conversatorio antes de la intervención de Usuga. “Allá nombran gente de la cultura, para que administren la cultura”, punto débil que quizá tenga una ciudad como Manizales, marcada por mala fama de gobernantes y excesiva burocracia política.