Filomena


Un infantil estampado color rosa cubría las cuatro paredes, decoradas con imágenes que sólo denotaban felicidad en quien habitaba ese lugar, que cinco años atrás había significado una bendición para la familia Palacio y hoy era el reflejo de una cruda realidad.

Eran casi las 6 de la mañana, pero Ana Jiménez aún no despertaba para servirle el desayuno a su esposo Rodrigo. Había pasado una noche más en la que ella dormía lejos de su cónyuge y permanecía en el cuarto rosa al cuidado de Sofía, su hermosa niña de ojos miel. El frío de aquella madrugada la había pegado aún más a las cálidas cobijas que, como en el último mes, calentaba para su pequeña para que durmiera plácidamente.

Sofía tenía sus ojos cerrados y las manos sobre el pecho apretando la cobija azul que sus abuelos le habían dado en su primer añito de vida; no se percataba ni del frío, ni la lluvia del exterior y mucho menos de vivir las realidades que el mundo en cada nuevo amanecer, enfrenta.

Quien sí debía hacerlo era Rodrigo, para quien despertarse desde dos semanas atrás se había convertido en un suplicio, dado el difícil momento que atravesaba en su compañía. El único hijo del señor Jiménez había heredado de su papá una gran joya empresarial, la exportadora de flores más potentada de la ciudad. Sin embargo, en los últimos días varios socios importadores de Jiménez dejaron sus contrataciones con la compañía y se habían ido con la competencia; la empresa tenía un gran acumulado de producción, que en menos de tres días se podría perder si no se vendía. Pero aún peor era el panorama de deudas que tenía la empresa y el cual, su contador personal, don Hipólito García, le había relatado la mañana anterior.

-Esos acreedores de las nuevas máquinas están pidiendo una paga antes del fin de semana –replicó García –, o sino ya sabe, ¡embargo!
-No, pero algo se puede hacer para solventar eso mientras tanto, ¿no? –respondió confiado Rodrigo.
-Ahora ya no va ser tan fácil. Los bancos no quieren prestarnos más y con la detención de la exportación, el abismo más cercano, se lo digo con tristeza, es la quiebra.

Mientras abría los ojos en la solitaria cama doble, helada por la falta de compañía de Ana y contagiada de todas sus preocupaciones, Rodrigo traía de inmediato a su mente esa charla con  Hipólito. Cuando estaba en la ducha sólo pensaba en soluciones para evitar el fracaso económico de la herencia de su padre y tal cual el agua fría le iba cayendo a la cabeza, sus neuronas, tan preparadas para jugadas empresariales, iban maquinando el paso a seguir en el difícil ajedrez que debía jugar para salvar lo único que lo mantenía a él y su familia.

Como cada mañana, mecánicamente, sin darse cuenta del cómo, Rodrigo terminó de ajustar el nudo de su corbata, se colgó el saco a un lado y caminó fuera de la habitación para desayunar, aún tenía en la mente números, ecuaciones, negociaciones y relaciones personales para su trabajo. Sólo lo detuvo una cosa, pasar por la habitación de su hermosa pequeña y verla ahí tan frágil, resguardándose del frío que quería traspasar las cobijas que su madre, aún profunda y sin medir tiempo, seguía teniendo sobre su cuerpo.

-Psst, Ana… ¡Ana!
Apenas abriendo los ojos, estira su mano izquierda.
-¿Qué pasó?
-Pues que te quedaste dormida. Ya voy a salir para el trabajo
-Ay dios mío, me profundice sin darme cuenta.
-Tranquila, me como cualquier cosa en el camino. Más bien dime, ¿cómo durmió la niña?
-Al principio dio muchas vueltas en la cama, pero afortunadamente no eran dolores.
-Y de la fiebre ¿cómo siguió?
-Anoche no tuvo siquiera…qué horror otra noche como esas. Rodrigo, ¡no quiero ver a mi niña sufriendo otra vez así! –dijo sollozando la madre de 32 años.
-Calma mi amor, yo sé que con Sofi vamos a salir de esto.

La niña continuó durmiendo, aparentemente tranquila, a pesar de que su aspecto físico denotara la gravedad en la que estaba. Su tono de piel cada vez más amarillo y su excesiva delgadez, le sumaban a la ausencia de cabello, debido al tratamiento de quimioterapia que dos meses antes había tenido que enfrentar.

Por el camino que Rodrigo debía conducir en su Mazda 6 hacia la compañía, estaba el Hospital Central, abarrotado de enfermos, que sin un seguro médico digno terminaban esperando en cualquier lugar del edificio, la atención de quien fuera. Por algunos de los pasillos, decenas de camillas terminaban impidiendo el libre transitar. Ocupar las habitaciones, era privilegio de unos pocos.

Sentada en el incómodo sillón de la habitación 605, ésa que le habían concedido a su padre después de tanto rogar y  comprobar la gravedad que tenía, Carmen estaba dolorida de la espalda. La aquejaba algo así como un lumbago, que la recorría hasta los músculos del brazo derecho sobre el que se había apoyado para tratar de dormir, mientras cuidaba de su padre. La mujer, despeinada y con lagañas, se levantó y trató de arreglarse un poco en el espejo de su bolso, mientras le ponía atención a don Gerardo, su querido viejo de 76 años, quien  había sufrido de un tercer preinfarto en dos semanas.

La solterona y dependiente mujer se percató de que su papá estuviera bien dormido, para salir un momento a desayunar algo. El hambre la poseía.
-Hágame la caridad, señorita –se dirigió a una enfermera– péguele una miradita a mi papi mientras yo vuelvo.
-Si, tranquila. Incluso ya le llevo el suero y el desayuno.
-Ah bueno mamita. Le dice que yo no demoro. Que me aguante no más.

Y Carmen bajó por las escaleras, pues le teme a los cuarticos llamados ascensores, los seis pisos hasta la cafetería, colmada de gente esperando así fuera por un tinto. Ella iba por algo más, un buñuelo y un café en leche, que se sentó a esperar en medio de la lluvia recia que aún caía sobre la ciudad.

En el ventanal que tenía a su lado don Gerardo, las gotas de lluvia hacían cada minuto más ruido. El sonido lograba incomodarlo y aunque en otras condiciones se hubiera dado la vuelta para obviar el molesto sonsonete, en la pequeñísima camilla no podía hacer más, sólo abrir los ojos a un nuevo desdichado día en ese lugar que tanto detestaba, el hospital.

Acostumbrado a una vida activa como el mejor ebanista de su barrio y a dedicarse a la educación de Carmen, desde sus 16 años, cuando asesinaron a su esposa; para Gerardo ha sido una tortura tener que estar postrado en una cama por cuenta de una enfermedad de la que nunca se cuidó ni se interesó por hacerlo, pues primero estaban sus gustos alimenticios que las molestas prohibiciones. Y aunque en ese momento de su vida, con un nuevo amanecer en ese hospital que poco quiere, está seguro de que sus 76 años han sido bien vividos, no quiere pensar que su fin está cerca, aunque al otro lado de la puerta que está viendo, se lo estén constatando a Carmen.

-Doña Carmen, al señor López hay que intervenirlo lo más pronto.
-¿Cómo así, doctor? ¿Intervenirle qué?
-Es decir, operarle a corazón abierto el ventrículo izquierdo que tiene obstruido.
-Ah dio’ mio ¿y para cuándo?
-Yo optaría porque fuera para esta misma tarde. Claro, si el seguro lo autoriza.
-Jmm, eso como que no lo creo. Que lucha la que hay con eso, fijo se demoran semanas.
-Pues entonces vaya haciendo la gestión. Lo de don Gerardo es grave.

Esa última frase siempre retumbaba en las evolutivas orugas negras, que desde sus lugares de gestación empezaban sus primeros vuelos camino a cumplir su objetivo de existencia: anunciar y llevar la muerte a donde se posaran.

Tras recibir los primeros rayos de sol que las grises nubes habían permitido mostrar, en medio de la vegetación nació Filomena. Tan oscura, tan pequeña, marcada con su  color oscuro con su labor, pero inexperta en hacerlo, portadora más que todo de dolor, pero también de solución, transición y evolución. En términos más sencillos, muerte.

Dice la creencia popular, leyenda y para muchos designio divino o maligno, que adonde llegue una mariposa negra, algo relacionado con la muerte ocurrirá. Las colegas de Filomena, más expertas en el trajín, no sólo llegan a casas, apartamentos, escuelas, hospitales o sitios públicos a anunciar con su presencia que alguien alrededor pronto fallecerá; también tienen la misión de conectar el enlace de la vida con el de la muerte a través de su vuelo de corto alcance. No importa el destino que terminen teniendo quienes llevan.

Filomena sale a realizar su trabajo, vuela tan rápido como puede a cumplir su destino y el de quienes definirá. En ese mismo instante, el cuarto rosado se convierte testigo del desespero de Ana, quien en un abrir y cerrar de ojos ve a su pequeña Sofi convulsionando y expulsando sangre por la boca. En una muestra de valentía, como tantas que había tenido en las últimas semanas, la toma de cuerpo entero. Cuando abre la puerta, camino al automóvil que la lleve a la Clínica de la que es socia, Filomena entra campante y con un elocuente vuelo que tiene una sola denotación, se posa sobre una pared.

En la Clínica del Santo Remedio, Ana ya ha entregado a su pequeña en manos de los doctores para que la asistan y su rostro no deja de expresar el dolor que siente. Su esposo la saluda con la agitación normal de la rapidez con la que llegó al lugar y el desconsuelo los acompaña.

-Rodrigo, mi niña no se puede morir. ¡La quiero mientras pueda, conmigo!
-Ella va estar bien, Anita. Tranquilízate.  
-¡Es que tú no la viste Rodri! Estaba como nunca, si no la traigo, minutos después hubiera quedado ahí –en medio de lágrimas – muertecita.

Ambos no dejan su cara de preocupación, a la expectativa de que alguien les diera una señal del estado de su pequeña. Y mientras la pequeña Sofi está debatiéndose en la muerte y cada segundo que pasa con menos posibilidades de vida, la voladora Filomena se posa de nuevo cerca de los esposos Jiménez e implícitamente les anuncia que su hija morirá pronto. Ella, quien apenas empieza su trabajo y no está acostumbrada a tener que transmitir la muerte a los demás, se siente afectada por la tristeza de Ana y Rodrigo. Pero la suerte está echada. Mientras muere la pequeña Sofi y sus papás lloran incesantemente, Filomena debe volar de nuevo, ahora camino al Hospital, donde don Gerardo está en las últimas.  

Carmen recorre un pasillo buscando quien atienda su papá, pues su corazón latió más fuerte de lo normal y ahora los preinfartos se habían convertido en una suma para lo que parecía un derrame cerebral. Enfermeras y residentes están en movimiento, corren buscando al médico que trata el caso del papá de la cuarentona pinchada para salvarlo antes de que sea tarde. Pero el preaviso llega con Filomena, quien termina su vuelo en la pata metálica de la cama de Gerardo y anuncia que el fin del viejo, está cerca.

-Mi papito, mi papito, no se me puede ir, es todo lo que tengo.
-Señora contrólese por favor. Ya vienen a atender la crisis de su padre –le dice una enfermera
-Es que usted no me comprende, mamita. –le dice a gritos y con abundantes lágrimas en sus ojos– yo no tengo mamá, ni hermanos, ni mucho menos amigos. Mi papi es todo en la vida.

La mujer vestida de blanco de pies a cabeza la mira con tristeza y a la vez con lástima, pero nada puede hacer, pues Filomena ya ha mandado su aviso y aunque se siente por el dolor ajeno, es su desdichado trabajo el que debe cumplir. Don Gerardo sigue grave y sólo a la espera de que Filomena vuelva de su primera misión, para conectarle el enlace de la muerte y sentencia su fin.

La negra mariposa continúa su labor. Debe ir camino al Santo Remedio para brindarle la conexión a la pequeña Sofía y llevarla a la muerte.

En medio de autos, gente caminando y corriendo y del trasegar de la cotidianidad que sólo ve como fin la muerte, la imponente Filomena piensa en la vida de los Jiménez y de la solitaria Carmen, sin la presencia de sus seres queridos y se siente mal. Le duele lo que tiene que hacer, se siente culpable por su macabra labor y  decide que lo quiere evitar.

Así que decide alzar su vuelo lo que más puede, agitar fuerte sus alas hasta provocarse un dolor inusitado y en la máxima de su poder de altura, dejarse caer, sin nada que hacer, al lago azul de la ciudad, para no preocuparse más por el desdichado trabajo que ella y sus similares tienen que hacer durante su larga vida.   
   
No será suerte de ella lo que suceda con la pequeña Sofía y el señor Gerardo. En definitiva su fin, antes que el de ellos, les da a ambos, quienes eran su responsabilidad, por lo menos un par de días más. Por ahora el dolor de la muerte, el malagradecido trabajo de las mariposas negras, no llegará ni a Carmen ni a los Jiménez.